Héctor Pedreáñez Trejo
A la memoria de
Ángel María Garrido,
y en homenaje a mi amigo
Luis Manuel Matute
LAS HAZAÑAS NUNCA VISTAS DEL GENERAL SYNALAS
(Novela breve)
Río Tirgua
San Carlos
1979
PREÁMBULO
¡Libro de tristeza y desolación!
Tal vez inspirado por aislados rasgos y hechos crudelísimos de la vida de un ser de carne, sangre, hueso y tozudez. Exonéreseme de la culpa que tenga yo al transcribirlo de modo tan tendencioso.
En la atmósfera persisten efluvios, errantes hálitos marchitos y martirizados de vidas realmente ignoradas por mí.
Un día, ¡no sé cómo!, me invadieron, allanaron mis ámbitos de ensueño; y no tuve otro medio para desarraigarlos sino el de reducirlos a la monótona atmósfera prometida por la ficción verosímil en estas descoloridas páginas.
Acaso (si algo se me puede achacar) sean la incoherencia y el desorden de mi defectuosa memoria los responsables de la sintaxis irregular y el torcido contenido evidente, ¡no sé!, de la historia de ese ejemplar caballero, cuya vida, en verdad, no fue tal como la cuenta Blas Manuel (1).
Nadie me acuse, irreflexivo, sin vería necesidad de la catarsis anímica en este tiempo consternado, de haber usurpado testimonios auténticos, verídicos -literarios, periodísticos, orales o ágrafos—; pero, redimidme de las ironías y sarcasmos debidos a Blas Manuel y no a mí, su inseparable compañero (2), El, sí. El es quien lo dice todo. ¡No yo! Buscadlo, descubridlo y castigadlo a él, que tuvo la desfachatez de presentarme la faz más ingrata del General Synalas.
Los otros cronistas — vivos y muertos, admirables y augustos- también son inocentes. Yo, transcriptor imparcial, ¡os lo juro!
El Autor.
(1) "Dame del atrevido; dame, lector, del sandio; del mal intencionado no, porque ni lo he menester, ni lo merezco". Juan Montalvo, "El Buscapié"
(2) "Tras la verdad falaz de la, verdad aparente (se) descubre la más verdadera verdad de la alucinación".
(Adopción ajustada de una frase de Gonzalo Zaldumbide sobre Los capítulos que se le olvidaron a Cervantes, de Juan Montalvo).
*
Por las tardes, con la fresca, el General sale de la casa y planta su silleta contra el horcón de la reja. Allí permanece, como si vigilara el peladero donde antes florecía el antiguo jardín de la Niña Chechita, y en el que, ahora, sólo pugnan por nacer, abundantes, la yerbamala y las rastreras, y, menguados, el borrajón, el pasote, el llantén.
Si uno, así como con indiferencia, se acerca y pasa junto a él podrá oírle el apagado susurro, como el de un gato mimoso, que paulatinamente se le convierte en angustioso jadeo. Pero, es mejor pasar simulando no verlo, como quien simplemente transita por la calle con sus propios problemas, y que por casualidad cayó por estos lados. De lo contrario, cualquier gesto de curiosidad podría despertar la susceptibilidad del General y ¡quién sabe cómo iría a reaccionar!
Allí sale otra vez. Cuando se le ocurre que hay algo importan-te, que hacer en la casa, como en los tiempos de la Niña Chechita, vuelve a llamarme. Yo, entonces, olvido mis pasados renco-res, y no puedo negarme a su reclamo: solamente así puedo darle sentido a nuestra vida y tener un pretexto para no abandonar definitivamente el pueblo.
Hace mucho tiempo que el jardín está seco; ya no hay rosales ni la fragancia del saúco; tampoco crecen al borde de la acera* al pie de la cerca de tablones, las margaritas. Bajo el desvencijado alero cuelgan aun los tiestos llenos de tierra seca, en los cuales antes se desparramaban los miosotis, los claveles y la hierbabuena. Todo esto ahora es un patio arisco, pero para él todavía sigue siendo el jardín de la Niña Chechita.
— ¿Sabe, Blas Manuel?, hay que limpiar el jardín-. Me dice cuando reacio a permanecer con él bajo el mismo techo, deserto la casa.
Pero, él, quejumbroso por la soledad, sale a buscarme o se topa conmigo por la calle. Entonces me da lástima su desconsuelo y volvemos a estar juntos como antes, como si la casa albergara aquella presencia inmaculada que me hacía vivir en la magia de las consejas remotas y maravillosas.
Y, si hay realmente alguna maleza que arrancar, yo, que conozco todos los recovecos de la casa, voy como si nunca hubiera pasado nada, afilo un poco la chicura saco el rastrillo y la carretilla, y me pongo a expurgar el ante patio: cadillos, picapica y pringamozas asfixian, entre el amasijo de rastreras, las yerbas que el General considera útiles o medicinales, y que a veces emplea en bebedizos y en baños calientes.
Pero hay días en que saca su silleta desde la mañana hasta la noche, y allí se sienta a ver pasar la gente, con un gesto vago, oscuro, ausente, ¡no sé!
Cuando lo veo así, enfoscado, arisco a veces, como con una espesa telaraña, turbia, enredada en las pestañas, oscureciéndole los ojos, sumiéndolo en lejanos pensamientos, abandono el rencor que me ha atado toda la vida a la rutina unánime de este poblacho; olvido las innumerables majaderías a que me sometía en la época en que, por deceso de la Niña Chechita, sin tener otro sitio cómodo adonde mudarme, decidí quedarme en la casa con el General, como su muchacho de mandados, encargado a la vez de pequeñas tareas y compartiendo la escasa comida que no sé por qué arte de bondad colectiva llegaba a la casa.
Amarguras y esperanzas se alternaban en mi reducida existencia de entonces; por ello todo el resaber de esa época alongada es como una 'reconciencia' de mi autoconmiseración. ¡A quién no le daría sentimiento eso de verlo así, después de haber compartido sus glorias, de haberse compenetrado con el luminoso recuento de sus hazañas, de tenerlo tan cerca como para ayudarlo en tantas menudencias, como quitarle sus recias botas de campaña y, en muchas ocasiones, con el mango de la peinilla rascarle el 'güesoso´ espinazo… Al verlo despojado de su antigua arrogancia, casi totalmente desvanecida; de su presunción aristocrática, de su porte marcial y belicoso, disgregado en la inarmónica pantomima de su esquelético maderamen esperpéntico, ¡quién así no siente el mundo tan pequeño como un mediecito, minúsculo!
Ahora, por su mirada andan viscosas las culebras; en ella antes brillaba una estelar llamarada de reconcentrada malicia y de profundo ardor espiritual. Su voz, cascada espumosa, que fuera siempre altanera en el don de mando con que me ordenaba los más insustanciales menesteres, ahora se rebaña en la densidad de los humores guturales. Sus piernas “cambetas" no son las mismas que hacían trizas el silencio y cuajaban de ecos la amplia galería de la casa. Y todo él, todo eso que es ahora él, me da lástima, tal vez, yo también, creo, fui algo en el lamentable desajuste de sus loables circunstancias.
Quizá fui el último motivo, que, en su relativa lucidez, lo hizo sentirse un verdadero General. En menguada hora, fui para él hombre de su tropa montonera, en la ilusión de las batallas, un sumiso oficial, el ordenanza “patenelsuelo” y, ya en el colmo de su majadería, el encarnizado enemigo que le convenía derrotar. Todo su mundo, pues, o mejor, el continente, la habitancia plena de su mundo en la última época de grandeza, algunos años después que regresó del Castillo, cuando se marchó la Hiña Chechita.
*
Yo el azafatero de la casa, lo vi llegar esa tarde; venía macilento, jipato, pero con un extraño brillo en los ojos, que prometían el temperamento ardiente de un iluminado. "Magro el cuerpo, de rostro afilado y barba puntiaguda" (como de él hubiera dicho el más famoso cronista de su gesta). De la tez apergaminada de su frente parecía que de un momento a otro iría a salir un chorro de fuego, o que se le iba a estrazar como un tenue papel celofán. Por eso, y por mucho más, el General, me inspiraba un inexplicable temor, una desazón profunda.
Los mimos que la Niña Chechita le prodigaba me habían hecho dominar un poco tantas aprensiones; paulatinamente vine cayendo en cuenta de que él no era sino como un niño consentido. No obstante, sus ocasionales arrebatos de cólera me ponían en guardia. PQT eso, creo que lo respetaba, sin que amainaran mis dudas, como sí yo fuese, ciertamente, el “set” manuable y sumiso de su alborotada idiosincrasia.
Toda la leyenda de su vida, para muchos en el pueblo, era infinita y lontana, con toda la aureola que una fama bien merecida hacía resplandecer sobre su cabeza de elegido. Pero el barbero, don Yino, con cierta mendacidad que estimulaba mi incredulidad de mozalbete, hacía chistes sólo a costas del General. Durante un tiempo creí que todo lo que decía el barbero era rigurosamente cierto; y, aunque por este me enteré de muchas de las historias de beligerancia y de frustrado erotismo del General, pude; comprender cómo éste, de héroe y mártir, devino en un .caricaturesco personaje al que se le podrían atribuir gratuitamente todas las anécdotas y estúpidos 'decires' de la gente desocupada y sin oficio que frecuentaban la barbería.
Todo lo que don Yino contaba a sus clientes ya yo me lo sabía de memoria. Eran algunas, historias verdaderamente transcendidas de experiencias ancestrales, de un tiempo perdido más allá del hito que marcó mi nacimiento, más allá del hilo pernicioso enredado en las consejas polvorientas de presuntas seducciones y de adulterios tragedizados, y de aparecidos y buscadores de botijuelas enterradas en las casas en ruinas, y de increíbles, y secretos homicidios misteriosos, y de ridículas miserias humanas y desplantes y exabruptos y torpezas de los hombres de este pueblo, en que la mayor gloria fuera no haber nacido.
Oyendo a don Yino, a veces me crecía el miedo, a veces aminoraba cuando en su estruendosa risa se atentaba el rigor de la verdad, y las sugestiones supersticiosas de tantos “cachos”, que ya se me han olvidado, cobraban rasgos y coloridos grotescos.
Mas, no debo negar cuán fantasmal y desconcertante era para mí aquella apariencia primera de don Ángel cuando, sin saludar a nadie el rostro militarmente levantado, los brazos rítmicamente pendoleantes, con grandes trancadas hizo vibrar los ladrillos y las piedras de las tres cuadras que hay desde la parada del autobús hasta el portón de la casa: "un..., un…, un-dos-tres", canturreaban aquellas viejas botas encasquilladas, restañando la cálida comba silenciosa del cielo de nuestro setiembre poblano.
Se niega que hubiera indicios de curiosidad en los rostros de la gente que lo veían pasar, que se hiciese siquiera un gesto de sorpresa o de preocupación o de alegría; se dice que nadie sonreía, aunque, evidentemente, ninguno era indiferente a su llegada. Pero no es cierto…, no fue así; yo lo sé, yo los vi. Como sí Respetaran el retomo del caudillo derrotado y a la vez, moralmente victorioso, no fue que simplemente lo veían pasar: emociones encontradas hubo en casi todos los que en ese momento se percataron de la imprevista presencia marcial de don Ángel Cuervo Lugo.
Casi en el umbral, desde el zaguán yo divisaba parte de la sinuosa rúa; en la casa de la esquina, sentada en el poyo de la ventana, la Niña Rebeca no pudo contener las lágrimas al ver que el adusto héroe pasaba frente a ella sin mirarla; don Aniceto, el severo boticario, lo detuvo momentáneamente y apretó, en fraternal abrazo, su pecho contra el de don Ángel; Roque, el gendarme, ese mismo, que fuera el encargado de participarle de su arresto y de conducirlo preso a la Comandancia, esta vez, reverente, se quitó el kepis como en ineludible saludo, de pie frente al gris edificio; muchos señores, antiguos amigos del mártir, no pudieron simular indiferencia, y con la mirada petrificada siguieron el raudo celaje de su figura, hasta que él, apresuradamente, cruzó el vano del portón de la casa.
Es, pues, desde todo punto de vista totalmente falso que ellos no cuchichearon, no parpadearon a su paso. Es incierto que no parecían estupefactos de verlo de nuevo; íntegro él y vivaz, como en sus mejores tiempos. Es verdad que presentaba algunos cambios notorios en su apariencia, en su rostro, sin embargo, venía enaltecido después de desafiar con viril entereza, en uno de sus extemporáneos arrebatos de soberbia e ira, las propias del dictador.
Pero la envidia tiene caretas imprevistas; la gente mezquina de este absurdo poblacho no le perdona a don Ángel la superioridad intelectual de sus años mozos, las actitudes decididas de su etapa viril, y menos ahora pueden aceptar, sin el gusanillo leedor de la envidia y sin inquinas disolventes, sus deslumbrantes facetas gloriosas de luchador democrático, martirizado por la dictadura.
El entró en la casa justo cuando, en el zaguán, la Niña Chechita me ajustaba el rodete y se disponía a colocarme en la cabeza el jocundo azafate de las golosinas. La emoción de la Niña y mi sorpresa casi hicieron zozobrar el dulce cargamento de suspiros, pasabocas, rúscanos, alfeñiques, polvorosas...
— ¡Ángel!..., -exclamó ella, al mismo tiempo en que intentaba dar riendas sueltas a su contenida emoción. Sentí su hesitante respiración, su inusitado ímpetu de lanzarse entre los brazos del hermano pródigo: era el mismo entrecortado resuello que yo le conocía, el ligero ahogo que matizaba sus palabras de reconcomio y de lamento por la injustificada ausencia del hermano, la cruel prisión y el anhelo, ya satisfecho, de tenerlo en casa, aquí cerca, para que, en caso de verse enferma, como ocurriría años más tarde, él, a su cabecera, pudiera reconfortarla y animarla a seguir una vida que, excepto por él, ya hacía bastante tiempo había perdido todo su sentido de ser.
El no me miró, o, simplemente pareció no reparar en mi presencia. Entró a la casa como si jamás hubiera estado ausente, y fue directo, a toda prisa hacia el solar, dejando entonces detenidos, sin tiempo de prodigarse plenamente, los, largamente suspendidos afectos de la Niña Chechita.
— ¡Déjelo, que viene de lejos!...— dijo (o penseque me dijo) la Niña como si, en verdad, yo... Y el hermano, sin detenerse en el ritmo de sus largos trancos, desaparecía en el fondo del solar, disolviéndose en el vano del oscuro y maloliente “excusado”.
No supe más, por entonces, pues ella volvió a mí, diligente, me terminó de ajustar el rodete y equilibró sobre él el azafate. Luego, dándome unas cuantas palmaditas m la espalda, sutilmente me incitó a salir a mi recorrido cotidiano, justamente en aquel instante de su adolorida y renaciente alegría.
*
En el fondo –debo confesarlo—, yo sentía el inmenso orgullo de ser testigo presencial y comprometido en aquella etapa del conmemorado regreso del caudillo. Y aun mis, por el hecho de vivir bajo su mismo fecho, integrado al reducido núcleo de su parentela: la Niña Chechita, el loro, el perro y yo.
Algo de la fama del General me tocaba y me otorgaba parte de su prestigio. De ello me valía yo para ser exigente en la atmósfera de los muchachos que, aunque nadie lo crea, no demostraban tenerme envidia por ese mi modo de vivir con la gloria prestada. Todo lo contrario, me buscaban para comprarme regocijados la variada antología de las golosinas de la Niña, y luego escachar de mi boca autorizada el testimonio fidedigno de la vida casera del General. Entonces, como ahora, yo hablaba sin ton ni son, y acicateaba mis fantasías bajo el influjo nocivo de las anécdotas de don Yino y las “quejumbres” lacrimosas de la Niña Rebeca, quien siempre me llamaba para, inquirir sobre si yo no sabía cosas íntimas de don Ángel o cosas aparentemente sin importancia.
Ahora, con las crisis más frecuentes, ha crecido el interés por su vida. Y yo, que he leída algo en esos libracos que guardaba celosamente la Niña Chechita., me atrevo a comentar aspectos inéditos de este ser de cuyo mérito nadie duda ahora en el pueblo.
Fascinante es la narración, me dicen, cuando suelo hablar de su "aire empedernido, duro y seco como la vejez"; el describir su "espaciosa y noble frente, sus cabellos escasos y empolvados de blanco, que realzaban su presumible alcurnia"; mi admiración por su actitud de soldado expuesto al ruego granado del enemigo inverosímil, por su poderoso aspecto de entusiasmo juvenil, vibrante entre el célico concierto de los élitros del verano. Y yo, con todo, siempre temía, y temo aún, a su apariencia caprina de mártir "golgotesco" y fantasma errabundo.
Fue, repito, en el tiempo en que yo comenzaba a conocerlas largas e increíbles crónicas de sus hazañas.
Sí tenía flacos los miembros, "pálidas y descarnadas (sic) las mejillas"; aspecto físico que hacía "de él el prototipo de esos hombres tenaces devorados por la convicción, y cuya constante enfermedad es el pensamiento" (1).
Cuando él no estaba en la casa, porque hubiera salido, ¡claro!, la Niña me dejaba hurgar y leer sus amarillentos papeles. Estando él, jamás osaba yo acercarme a su cuarto ni a su escritorio. Así, por retazos, fui formando mi cultura de lector furtivo de las crónicas. En uno de sus recortes de prensa* de cuando él hacía periodismo, decía:
- "Esta tiranía le ha pedido al pueblo los bienes y la vida y hasta la conciencia, dándonos con una mano todos los males, mientras con la otra nos arrebata la esperanza".
Palabras lapidarias que, no sé por qué, ó sí lo sé, me llegaban muy hondo, tanto que desde entonces, por ellas, aprendí a odiar todo tipo de engreimiento y de soberbia de los gobernantes, todo autocratismo y toda actitud recalcitrante de quienes poseídos por la ambición de mando pretenden sojuzgar a los débiles y exprimirles la sangre, la ganancia y el pensamiento creador. Palabras aquellas que, creo, jamás habré de olvidar y dejar de difundir a mis descendientes, si es que llego a formar familia en este martirizado territorio.
Este aprendizaje sería, después, razón de peso para no rechazar la reconciliación, ya que, ¿cómo iba a ser posible que un hombre de tanto arrojo, entregado por entero a su ideal, luego trastrocada su capacidad discursiva, no contara en sus días menguados, siquiera con un pariente o allegado, y merecer de éste algún favor, alguna atención desinteresada? ¿De qué le sirvió el haber perdido sus mejores años en una prisión política, para venir luego a vegetar, incomprendido y satirizado, en el solitario caserón de sus antepasados, en este pueblo" demasiado cálido, hosco y árido de afectos abnegados como los que él sintiera por todos sus connacionales?
(1)E.L.S. Primera crónica provinciana. Todas las citas pertenecen a esta obra monumental, p. 513, 780y 997.
*
Mi imaginación rompe sus virginales velos y convoca inusitadas imágenes, mientras sobre la grasienta tabla del azafate cobran vida las figuritas de caramelo, y, todas ordenadamente como un ejército justiciero, marchan a tomar el cuartel de Maracay, que tanto nombran los señores en sus coloquios vespertinos, o, con marcial reciedumbre, las bayonetas caladas, entran en combate contra las huestes del tirano, cavan boquetes en los muros espesos y reacios del Castillo de Puerto Cabello o de la Rotunda; mientras, con las manos colocadas sobre el cañizo de la cerca, don Ángel y la Niña me miran benevolentes. Creo que el aire denso y caliginoso, cada vez más espeso y pesada, aserrado por los broncos élitros, bajo el sopor del mediodía, me va entrando por tos poros y se me sube at rostro que, avergonzado, mantengo quieto sobre la grasienta tabla y el descomunal y dulce batallón pacífico de las golosinas que no pude vender esta mañana.
La calle se derrite solitaria y la sorda, fañosa, resquebrajada campana delata la vida latente del municipio. Lejos, como una trompeta de juicio final, bronca y mágica, se oye el rebuzno que convoca la retreta dispersa y desafinada del agrio animalaje taciturno. Un remoto gallinero "alharacarea", regurgita el loro en la cocina, y el perro gime sacudiendo las orejas llenas de garrapatas, mientras la Niña y don Ángel conversan en un susurro del que no logro captar, en mi desazón, ni una sola sílaba coherente.
*
La sospechosa pústula, alargada que, en la nariz, trajo del Castillo don Ángel, a los pocos meses desapareció, nadie sabe por qué suerte de medicamento. La gente grande a veces me preguntaba si era cierto que "el General sufría de cáncer” o que sí yo le había acompañado "a que ño Sebastián, el curioso" a verse aquella malformación purulenta, y si éste se la había curado-. Sea lo que ello hubiera sido, al paso del tiempo, de aquel grotesco padecimiento nada quedó, ni la más leve cicatriz, en el rostro del General.
Uno de mis compañeros de juego una vez me preguntó también si a mí no me daba asco aquello, o si no tenía miedo de que se me pegara... No recuerdo cuál fue mi respuesta: pero, yo me guiaba por los afectos de la Niña Chechita: si ella, tan angelical, no temía al contagio, mucho menos yo que casi siempre estaba alejado de don Ángel, Y, tampoco, menos puedo precisar cómo ni cuándo me de cuenta de que ya él no tenía aquello en la nariz. Aunque sí puedo decir ahora que esa misma gente que siempre —aun con el natural recelo de verse comprometidos en los caprichos beligerantes del General— le trataron con cierta deferencia y delicadeza, pronto y definitivamente se olvidaron de eso.
Recuerdo una vez en que un grupo de zagaletones, ignorantes de las gloriosas hazañas del General, al verle aquel exceso en el rostro, pretendieron mofarlo en plena calle con desparpajo y pitorreos; pero, él, marcial, más que honorable, diría yo, casi divino, pasó de largo, altiva la mirada y como sí no se hubiera molestado en lo más mínimo. Pasó así, de largo, señorial, seguro de la nobleza de su actitud, augusto, inmaculado, tanto que la vil chusma no iría ya a mofarse más de él: la gente testigos presenciales, sonreían satisfechos de que el héroe no fuera, como lo diría don Yino, "cagado por los inmundos pajarracos 'comemierda”.
*
De las crónicas, la que firma el escritor y cronista local E.L.S., titulada Primera crónica provinciana, ha sido considerada por los críticos, y los detractores del erudito maestro, como apócrifa. No obstante, el autor, quien sigue vivo y en pleno uso de su albedrío, guarda silencio; pues, mucho le halaga que la gente lo considere tan ferviente investigador de la gloria regional y celoso conservador del patrimonio histórico del pueblo. Así, con poco esfuerzo, ostentando las ínfulas de severo cronista, respaldado por el callado trabajo de un jesuita que se metió en los sesos relaciones de viajes inmemoriales, vetustas crónicas coloniales para indagar toda la genealogía del personaje, y los incidentes en que se vieron envueltos o que protagonizaron sus ancestrales parientes, así, pues, podría llamar la atención de las austeras Academias y algún día ser llamado a ocupar uno de los anhelados sillones numerados.
Lo que parece ignorar el cronista, pero ya la verdad ha de resplandecer, es que el jesuita sabe que alguien se ha aprovechado arteramente de su trabajo para ascender contra toda honestidad y silenciando a los verdaderos y auténticos historiadores. Ya se ha quejado entre los suyos, y pronto, sí, muy pronto, su protesta se hará pública y acusará al cronista que ha dejado que aquella Primera crónica…, de cuatro mil páginas, se le atribuya arbitrariamente. Mientras tanto, el ostentoso cronista exhibe sus ridículas ínfulas, sin darse cuenta de la sorna de los que saben la verdad.
Respecto a las otras, se preguntan quienes leen la extensa y minuciosa relación titulada La inefable saga de un general de fantasía por qué su biógrafo y verdadero cronista le endilga a don Ángel ese curioso cognomento. Nadie se atreve a imaginar que sea un feliz anagrama inspirado en su apellido: Cuervo; y, a la vez, a la circunstancia trágica de arrastrar su brillante talento por las calles solitarias y polvorientas de este poblacho.
Según les oí alguna vez a tos viejos, ello quizá se debe a que, en sus años mozos, don Ángel Cuervo Lugo participó en la política lugareña, fue elegido concejal, y hasta fungió de periodista, escribiendo en un semanario de la Capital del Estado una columna acerca de problemas de su propio pueblo que firmaba con el seudónimo de “Juan Sinalas” o “J. Synalas”. Esa columna, algo contradictoria, era leída por todo el pueblo, basta el día en que se le ocurrió la idea de combatir infelizmente contra el histórico y humilde colegio del pueblo: como concejal y periodista proponía la eliminación de ese centro de cultura ya que "la municipalidad carece de fondos para pagar al maestro" y, por otra parte, "no hay alumnos que asistan a las clases".
La polémica suscitada, entonces, fue encarnizada. En la prensa, como en la calle y, sobre todo, en los corrillos se atacó duramente, como había de esperarse, la absurda posición de don Ángel, de quien —y aprovechando la connotación de rapacidad de su primer apellido— se decía era (tal vez, por el estilo, cosas de don Yino) "un pajarraco carnívoro que ceba sus instintos en la carne más inocente del pueblo: la niñez urgida de moral y luces; o que, "este Cuervo Sin Alas viene como un nuevo general a fusilarnos a todos en la metralla de sus estúpidas ideas", y cosas así, por el mismo estilo barberil.
Nadie, pero nadie que yo sepa, ha osado jamás llamarlo directamente por el satírico cognomento de “General Synalas”, Y, si más tarde, a su regreso él presumía de ser lo primero, era porque el acto heroico en que se había involucrado por propia decisión, lo reivindicaba de todos sus errores juveniles y de su presunta pasividad hacia el bien o de su mantenida esterilidad de lustros, como cardón que jamás daría ni fruto ni sombra.
Yo no me atrevería a contradecir al verdadero cronista, que lo conoció en su momento más heroico. Pero, por lo que él dice y lo que yo ya sé, sus momentos más gloriosos se remontan a la época de sus frenéticas lecturas de Las Catilinarias, de Juan Montalvo, y entonces escribiera el famoso telegrama, y, ¡claro!, cuando el Presidente del Estado ordenó su captura.
Por todo eso, olvidado de mi íngrima circunstancia, hoy no puedo sino verlo tragedizado, tras el sentido más humano de su frustrada y nunca vista odisea, de su inenarrable gesta que, también, representa mi fracaso y permanencia en el pueblo, hasta que él se muera o me maten uno de sus inesperados arrebatos guerreristas.
Yo, que todavía lo llamo General, no me atrevería a recordar su prístino mote de Juan Synalas. Creo que él ni siquiera imagina que toda la gente del pueblo, desde mucho antes de su prisión, lo llaman así.
Yo incluso, me atrevería a dudar del verdadero apellido de don Ángel; Cuervo Lugo, ¡no sé!, parece extraño en este pueblo de hombres solterones y 'niñas' ancianas. Pero en estas cuestiones de apellidos, aquí, cualquier duda, toda febril fantasía, puede medrar a sus anchas y a su antojo.
*
Tendría que ser uno un idiota, o un lelo, para no comprender la consternación de las familias por el estado crítico del país. Hay terribles noticias sobre el homicidio perpetrado en un alto jefe de Caracas. Y todavía se siente el enrarecimiento del orden y la secuela que tal hecho prolonga en la provincia.
Mi padre, siempre bohemio y malhablado, esta vez ha tenido el comedimiento de recluirse en la casa aparentando estar enfermo, y así evitarlas efusivas compañías comprometedoras, sobre todo en los momentos en que los tragos apresuran vocablos imprudentes. Y si acaso rinde honor a Baco es porque algunos de sus amigazos vienen a visitarlo, en estas friolentas tardes, con una botella de brandy y así hablar de peleas de gallos, de toros coleados y de automóviles, y a veces, también, susurrantes, de la situación.
Aquí también hay chivos expiatorios que, por necios más que por verdaderos liberales, figuran como enemigos del régimen. Cada vez que a un comisario se le ocurre ver en peligro la estabilidad del gobierno, viene y, ¡ahí está!, el sospechoso va a la cárcel o es sometido a estricta vigilancia.
Los verdaderos enemigos del gobierno no están en los pueblos; tampoco es esa gente zamarra y tornadiza, que se autodenomina “de paz”. Los enemigos, enemigos del dictador "trabajan en las carreteras”, o "están de viaje por el extranjero", si es que no "ablandan bancos de piedras en las bóvedas de La Rotunda o de Puerto Cabello" o tienen ya "un puñado de cal en el guargüero".
Entonces fue cuando mi padre, inocentemente dio con sus huesos en "El Tigre". Vinieron los malos días, y nosotros, mis hermanos y yo, quedamos confundidos, solos, desesperados, también sin madre, sin herencia ni más favor que el de algunos amigos del “viejo” quienes nos ofrecieron durante algún tiempo apoyo moral y económico. Para esa época ocurrió lo de don Ángel, y la Niña Chechita me pidió que me mudara a su casa para que la acompañara hasta que soltaran al hermano.
Pero no se crea que mi admiración por la adustez y prestigio del General se mantuvo estable durante todo aquel tiempo.
Después que me trasladé a Valencia a trabajar en la Farmacia Normal, por recomendación de don Aniceto Méndez, quien me rescató de las tiránicas manos del General, después del deceso de la Niña Chechita, raras veces me podía desprender de la obsesiva imagen de don Ángel; era que sentía por él un odio profundo, porque se valía de mi necesidad de techo y protección para obligarme a acatar sus majaderías y manías de guerrillero. Me reprimió tanto que me convirtió en su oficial sumiso, en hombre de su tropa realenga, en su ordenanza patenelsuelo. Y como, entonces en Valencia, ya no era yo nada de todo eso, me afiancé en mi convicción de que había quedado sólo como su más radical enemigo, olvidados los días gloriosos de su oposición al verídico enemigo común.
*
Durante un tiempo, antes de irme a Valencia preparaba yo cuidadosamente la estrategia para la batalla final: era vengarme de él a como diera lugar la idea que mantuve durante ese tiempo. Pero no nos apresuremos.
Aquello no era para menos: yo —huérfano condenado a la promiscuidad en el único cuarto de nuestra casa de bahareque, junto con mis otros tres hermanos mayores- por el mal trato del General volvía a la casa paterna, abandonando la cómoda pieza que, desde los tiempos de la Niña Chechita, me ayudó a reducir y atenuar el apretujamiento de mi propio hogar. Eso fue lo último.
No era que yo despreciara mi propio lar. Pero, siendo más cómodo vivir en un amplio cuarto en la casona de los Cuervo, a la cual desde muy corta edad me había acostumbrado; teniendo en ella mis escasas pertenencias que, aun así, al mudarme, disminuirían el espacio de nuestro hogar; viviendo en un pueblo tan pequeño en el que no importaba la distancia que me separaba de mis hermanos a quienes podía ver y visitar todos los días del mundo, y, teniendo motivos muy gratos, memorias y afectos que me inspirara la afable condescendencia de la Niña Chechita me parecía sumamente doloroso tener que arrancarme así, tan de repente, todos y cada uno de esos motivos que me religaban a la casa de los Cuervo.
Si yo extrañaba los bizcochuelos, suspiros, róscanos, pasabocas, alfeñiques, polvorosas y otras chucherías y 'confites' que yo mismo salía a vender por las calles y la plaza, y con los cuales también se regalaba mi paladar; si era dulce el recuerdo de verla, absorto» trajinar de aquí para allá, en el país mágico de su ancha cocina mientras preparaba mi delicioso cargamento: echar sobre la tabla aceitosa de la mesa, aún caliente la pasta espesa de las conservas de coco o de toronja que, luego fría, con una espátula, ella partía en tabletas de unos veinticinco, centímetros cuadrados por medio centímetro de espesor, más o menos o verter sobre los minúsculos y caprichosos moldecillos, que representaban figuritas de peces, pájaros, leones, elefantes, el caramelo caliente del que salían las chupetas de variados colores; si aún resuenan en el ámbito soledoso de la casa sus menudos pasos : ¡cómo no iba a extrañaría a ella que me dio el único maternal cariño que he conocido en mi vida!
En los días de fiestas patronales la Niña preparaba un palo de tambor en el que iba clavando, alternando figuras y colores, las chupetas, hasta formar un irisado arbolillo que era el encanto de la chiquillería. Pero yo no echaba de menos mí aventura ingenua de vendedor de golosinas, sino la ausencia de ella, la limpieza de mis sábanas, el calor de mi pieza y su holgura, aquel estar ella y no estar después de su muerte- que me seguía animando a vivir la vida monótona de la población y acompañar al viejo refunfuñón de don Ángel, más arisco y más torpe en su soledad irremediable, sin tener que sufrir las incomodidades a que me vería sometido al regresar al cuartucho de casa de mis hermanos.
Fueron, así, muy duros los días del destierro. La morriña me hacía volar en alas del ensueño, y al volver a la realidad creía que jamás retornaría.
*
En Valencia, era el fuerte olor de los fármacos, el mohoso vaho de la robótica aletargándome, aumentándome la nostalgia por el terruño, haciéndome añorar mis escapadas por los agrios predios abiertos de la villa, y acrecentándome el odio hacia el General; la íngrima soledad no me permitía olvidar la causa por la cual estaba allí, ajeno y lejano de mis propias esperanzas de adolescente. Ahora, como el estado mayor de un ejército planeo la derrota del General, mientras lamento la propia ya recibida.
Después de la última escaramuza, fui rescatado por don Aniceto, quien me llevo a su hogar. Hogar de solterón, como casi todos los de la villa, pero en el que aprendí algo más acerca de los hombres y sus mutuas aversiones. Si de temperamento sosegado y bonachón a la vista de todos, don Aniceto en la herrumbrosa vacuidad de su casa era otro: en los pocos días que compartí con él yo le veía deambular de uno a otro lado murmurando frases, a veces ininteligibles, pero casi siempre en las que aparecían gruesos los nombres de algunos de sus paisanos de los cuales denigraba entre dientes.
Si en las tardes se reunía con uno de ellos, por la noche se decía a sí mismo:
-Este "piazo'e pendejo" ¡qué se creerá! ¿Que tiene a Dios agarrao por la chiva?-. O expresiones de tal índole.
En casa andaba en calzoncillos, con una franela de mangas largas y unas babuchas deshilachadas. Pero, cuando salía a la calle, trataba de ser impecable: vestía su flux de lino almidonado, calzaba botas de alta capellada, como si fuera a montar el mulo, lo que raras veces hacía, y tomaba su sombrero de Panizza, que siempre llevaba en la mano y no en la cabeza.
Aunque tenía bien surtida de patentados la botica, raras veces ésta permanecía abierta. Cuando alguien necesitaba una medicina, no tenía más que ir a la barbería o a la plaza, que allí solía estar él oyendo la cháchara de sus amigotes y, también, Metiendo él su cuchara, y hacerle el encargo. Todo el trábalo de don Aniceto en su botica era el de preparar lamedores para los acatarrados, purgantes rosados para las recién paridas, soluciones de yoduro de sodio para los reumáticos y de yodo salicilado para los sabañones, entre otras fórmulas tomadas de la Farmacopea. A mí me puso a hacer papeletas de sulfatiacina, bicarbonato de sodio, “saldhiguera” o sulfato de magnesia, permanganato, clorato de potasio» azufre, ruibarbo, crémor tártaro…Esta experiencia me habría de servir casi inmediatamente, cuando por recomendación del mismo don Aniceto, me fui con un agente viajero de los Laboratorios Rojas Bravo a trabajar a Valencia, en este ramo.
Me hizo falta la placidez de las tardes de mayo, cuando acompañábamos a las muchachas a las Flores de María; los baños en La Catarata, cuando apretaba el calor de abril; las procesiones de la Semana Santa; el Carnaval... Y decidí regresar, no sólo por todo eso, sino porque… Tal vez podía vengarme en el General de todos los sinsabores padecidos.
La oposición a la tiranía y la cárcel lo vinieron a redimir de .aquella vida tan tremendamente inútil.
Resistía como seco cardón la modorra y la soledad de la villa, siempre la misma; y la nostalgia de las hazañas guerreristas de tiempos preteridos, en que había que rumiar las verdades contra el despotismo para no arriesgarse a peligrosos secuestros en que hasta se podía perder la vida. Y la vertiginosidad con que el tiempo venía arrollándolo, tenía al General como crucificado a esas calles por las que apenas, como cosa siempre nueva, el sol cada día inexorablemente emprendía su sempiterna ronda.
Todavía yo no había adquirido la conciencia de cuanto pasaba en el pueblo, porque casi por mi escasa edad, ni siquiera salía de la casa. En las calles apenas se veían unos cuantos "tripones” semidesnudos, palúdicos, con las barrigas abultadas de parásitos, que jugaban con mis hermanos mayores.
Otros muchachos mayores, que estaban creciendo enclenques, siempre abrigaban la esperanza de irse a otro pueblo en busca de una mejor oportunidad de la vida; si no les aterrorizaba la inevitabilidad del Servicio Militar, antes de ser reclutados iban a ofrecerse como “voluntarios”, con tal de salir hacia otros ámbitos. Los que se marchaban raras veces volvían a tejer la unánime rutina del poblado.
Aquellos a quienes no mató la fiebre desandaban, como mis hermanos, las polvorientas calles, oyendo las oscuras resonancias del viento en las casonas vacías o, por las noches, en los tupidos matorrales, cómo se desparramaba la letal monocordia de las agrestes alimañas. Entonces, en aquella penumbra espiritual de la población —lo supe más tarde— se cumplió la primera hazaña verdadera y gloriosa del General.
Pero, como no fui testigo de aquella etapa, déjenme que acuda al testimonio autorizado de otro preterido cronista.
*
"¡Pánico! Sobre todo y en todos ¡pánico!
A las ocho de la mañana había circulado la noticia por la ciudad. Al finalizar el día Venezuela entera se había enterado del crimen.
Lo mataron de una sola puñalada entre los dos omoplatos, la punta del puñal alcanzó a partirle en dos el corazón. Mano experta en puñaladas debió de ser la del asesino. Probablemente el occiso emprendió el viaje sin estertores del sueño a la eternidad.
— ¡Qué puñalada, mi vale!
-Pero, ¿quién le habrá matado?
-Di más bien: ¿quién será el que mandó a matarlo?".
Lo vamos a comentar los incidentes expuestos con lujo de detalles por el cronista G.G. De qué modo los pelotones de "la sagrada" secuestraban á los sospechosos de ser enemigos del dictador.
Cómo "cinco hombres de color, mandados por un sargentón mestizo, los pasos recios, la mirada hostil, los sombreros tirados sobre las cejas, dejan atrás una estela de ojos ávidos", mientras se dirigen, haciendo crujir los máuseres, a la casa del doctor Arévalo, a quien hacen preso junto con sus hijos.
— ¡A La Rotunda con estos carajos!- vocifera imperativamente el sargentazo a los esbirros.
Pero, ciñámonos al cronista G. G.:
"El miedo atenaceaba las gargantas. Después de algunos días se supo, "por fin, que el criminal había sido preso y confesado su acción. También se supo que había muerto en una tenebrosa celda de La Rotunda.
. "La vida en el Palacio de Miraflores quedó cortada.-Una fauce oscura, abierta al misterio. Brumosa incógnita de esa misteriosa puñalada asesina.
El Palacio de Miraflores está edificado al pie del monte Ávila, encima de una calle en pendiente. Aristas, molduras, trazos arquitectónicos de gusto casi moderno dan frente a una plazoleta cerrada al tránsito. Desde el antepecho, a manera de malecón, se domina un amplio sector de la ciudad. Las ceibas altas, planta-das al pie del palacio, desparraman sus frondas por encima de los zócalos de piedra, proyectando una acogedora sombra. En este frente nace la calle, da vuelta por un costado del edificio y desemboca al tránsito de una de las vías más concurridas de Caracas. De la mañana a la tarde, el Pabellón Nacional flamea alto en el frente del edificio.
"Mediaba el año 1923 y el país aparentaba estar tranquilo, sosegado. La dura y hábil mano del Jefe, la delación y espionaje efectivo habían debelado y aplastado, en su mismo nacimiento, esporádicos disturbios y bien planificados 'complots': lo cual descorazonaba los ánimos más levantiscos y templados. La tierra venezolana, pues, se moldeaba suave en el puño del Amo. Pero el áspero vapor de la sangre, si sube a la cabeza, es peor que el vino más añejo. A veces da por la borrachera furiosa; otras por la fatuidad y la confianza peligrosas; siempre por la omnipotencia de la 'unión mística' con los dioses más crueles".
En la provincia, la desazón no era menor. Don Ángel, aún con el terror manifiesto en el pueblo, se atrevía a pontificar abanderándose de ideas liberales de las mejores escuelas. Así, enterado de la prisión de Arévalo, tuvo la ocurrencia de sugerirles a sus amigos, enviar un telegrama de protesta al Tirano. Parafraseando a Montaigne, o mejor, apropiándoselo, engolaba la voz para decir;
—No hay razón para que rehusemos a la justicia y a nuestra libertad la expresión de nuestros sinceros sentimientos. No hay que temer a nada ni a nadie; aunque, en verdad, la cosa a que más miedo tengo es el miedo, porque supera en poder a todas las demás.
Había que hacer algo y, ante el "culipandeo" de sus amigos, pensó que él nada tenía que perder: en una hoja de papel de estraza pergeñó las "quince letras" del telegrama decisivo, dirigido al déspota. Acto sublime de heroísmo que habría de inmortalizarlo. Ante la historia se enalteció su sencillo nombre, y-los más austeros cronistas, algunos como él también víctimas de la dictadura, prisioneros en las salitrosas bóvedas del Castillo de Puerto Cabello, siguieron muy de cerca sus hazañas, escribían el diario de su vida y transcribían fielmente la sabía expresión de su pensamiento, siempre Muido por Montaigne y uno de sus discípulos americanos, Montalvo.
Entonces, yo tendí la escasamente los siete años, y mi padre, que sobrellevaba la pesada carga de la casa, con mi madre paralítica y enferma del corazón, pensaba en la posibilidad de enviarme a la escuela. Be ello hablaba con sus amigos; y yo siempre atento a lo que decía, pendiente de su decisión de procurarme instrucción, un día oí en los cuchicheos el nombre del doctor Arévalo. La injusticia que se cometía con él alarmaba a todos.
Años después, aún preso el General, vi una revista, en la que había una fotografía del doctor Arévalo, según me dijo la Niña Rebeca Para el momento de la muerte del Vice Presidente, de la prisión de Arévalo y de la hazaña de don Ángel, éste todavía, salvo el sutil cognomento de sus adversarios periodísticos, no ostentaba la denominación de General Sólo se le llamaba por su nombre; "don Ángel", o por el apellido: "Cuervo" o "Cuervo' Lugo".
En cuestiones de apellidos había algo que yo no entendía; precisamente sí nosotros no llevamos el apellido paterno, es porque nuestros padres vivían en concubinato. Mi padre muchas veces trató de legitimamos; pero casi siempre postergaba, por la misma indolencia de la vida lugareña, el día de regularizar su vida marital.
Por su continuo estado de ebriedad, un día mi padre comentó algo sin importancia sobre don Ángel, y Roque lo metió también a él en "El Tigre" el inmundo calabozo de la cárcel de la villa. Aquí enfermó debido a la deplorable situación antihigiénica de la celda. Presintiendo su cercano final, mi padre solicitó los servicios del cura y de las autoridades civiles para confesarse y contraer matrimonio antes de morir.
Después de la confesión, y ya a mitad de la lectura del acta, mi padre expiró. El alcalde, en vez de hacer cumplir la última voluntad del fallecido, asentó de su puño y letra en el acta que el matrimonio no se concluyó por el deceso del contrayente.
Así fue cómo nosotros, vástagos de concubinato sólo ostentamos el apellido materno. Nuestra madre, agobiada por el pesar y su postración, apenas sobrevivió un año y medio más.
*
Don Ángel aparentaba ser un hombre sin edad» aunque frisaba los cuarenta y cinco; solterón arisco y gruñón, al que nadie nunca le conociera mujer; adusto para tratar de asuntos femeniles aunque jamás oí ni le noté que tuviera veleidades de otro género; dedicado a la vida sin sentido de la villa, aunque apreciado por todos; honesto a carta cabal, aunque las tijeras de don Yino le trizaran la barba con pellejo y todo» aquel día de 1923 dio su transcendental paso hacia la inmortalidad.
Había que hacer algo, y él lo hizo. En las sesiones, de que era asiduo asistente, sus fraternos masones intentaron convencerlo de su gravísimo error. Pero» primero penetra la gota de rocío en el guijarro que un consejo en el cacumen de un empecinado.
Sin dejar de ser el mismo viejo atrabiliario, don Ángel parecía haber cambiado todo el sentido de su vida con la tozuda convicción de sentirse un rebelde. "Cualquier personalidad que quiera asumir el hombre, reflexionaba el cronista, no le hará dejar de ser siempre el que es".
Sus estudios de teosofía eran avanzados, y tenía fama de orador beligerante. Era un lector infatigable de poesías y ensayos de diversa naturaleza. Su semblante generalmente revelaba sus transportes anímicos, cuando condensaba en su febril fantasía las perlas negras de su denso ideario sociopolítico.
"Le temblaba la voz abuela cuando recitaba, en voz alta, párrafos de Las Catilinarias de Montalvo, o, con la voz impostada, los yambos de algún remoto poeta desconocido". Como pudiera narrar después el afamado cronista de su gesta.
"Sus discursos se enderezaban siempre hacía un objetivo moral y profundo, y nos llenaba la vida, el espíritu frustrado, con sus candorosas observaciones sobre la vida de las arañas: él las oía cantar, y traducía sus músicas en inefables sueños que, presurosos, deambulaban por su frágil alma de niño grande (*).
El cronista, con la emoción a flor de labios, compenetrado con su personaje, viviendo él mismo la vida íntima espiritual, llena de tantos pintorescos motivos, recargaba de tonos vivos y elocuentes la pintura animada del General.
"Recio, orgulloso, incapaz de quejarse, se tendía en su duro camastro, y comentaba burlón.
-Aquí me tienen, metido a general…, a general de Semana Santa, por haber firmado un telegrama contra el déspota, protestando la prisión de Arévalo
Su hermana Chechita, la Niña Chechita, como la llaman todos en la villa, seguiría el cronista se quemaba las manos para hacerle llegar su trozo de pan de cárcel. Luego el General sacaba del fondo de un pequeño baúl una flauta -extraño instrumento en aquel antro de miseria y dolor- y le arrancaba notas llenas de una languidez profunda. Era un espejo de caballerescas luces sobre el cual se proyectaba un alma de niño".
También recordaría el cronista, que había sido su compañero de celda, cada uno de los incidentes cotidianos de la vida carcelaria, de la cual el primer agonista era don Ángel. En esos papeles, deteriorados por la humedad del calabozo y las trazas que en ellos dejaron huellas indelebles, podemos tener la idea más completa, aunque los textos sean algunas veces fragmentarias, de la época más triste y dolorosa de la gesta de don Ángel.
"Pulcro en la palabra, aun en los momentos en que la cólera le encendía la sangre, se detenía frente a nosotros, y nos decía con voz mayestática:
—No crean que estamos arando en el mar… De nosotros algo ha de quedar para siempre.
Y sonreía casi místico, con el brillo de iluminado en las pupilas grises... El General Synalas pasó tormentos en, aquel patio lleno de detenidos políticos, venidos de los cuatro costados del país. Fue ejemplo de voluntad heroica y de temple acerado, y nunca se rindió a la adversidad; de sus labios manaba una filosofía que hundía sus raíces en lo profundo mismo del corazón humano. Su anecdotario era vasto y elocuente y pintoresco: él era un símbolo para nosotros, los muchachos prisioneros; un símbolo que no se vestía con los arreos del guerrillero ni mostraba ante nuestros ojos el escenario de los campos de batalla ensangrentados por las guerras civiles.
No había aspirado a la gloria. Hasta en el tono de lo simple y cotidiano el General ponía un acento noble que no caía en el ridículo, y que lo elevaba sobre el común de las gentes con su traje a rayas y su sombrero de cogollo, por las mañanas, salía del calabozo y desandaba a marciales pasos la galería del patio del castillo".
Hasta aquí parte del relato verídico del auténtico cronista A. R., su amigo y compañero de celda. Esto era, precisamente, lo que me emocionaba de don Ángel; el haber sido inspirador de esas hermosas páginas, el haber sido, antes, de ese modo, y no como me tocó a mí, después, conocerlo tan plenamente en las inconstancias de su temperamento.
Se cuenta en el pueblo que, cuando puso el telegrama en las manos del jefe de la oficina telegráfica de la villa, el pobre hombre se llevó las manos a la cabeza y le dijo:
— ¡Cónfiro!, don Ángel. ¡Es una locura!, por su madre que en la gloria esté, no lo haga… ¡Por la Niña Chechita! ¡Retráctese!
Y él le respondió autoritario:
— ¡Póngalo ahora mismo, que ya tengo la capotera lista y los brazos esperando el mecate con que habrán de amarrarme!
Y el cronista, al evocar la escena:
"El pobre telegrafista se hizo aguas menores, mientras le temblaban las manos con el taricariaricarián".
(*) Esta cita y las siguientes son del verdadero cronista A»RM autor de La inefable saga de un general de fantasía, p. 980 1178 y 3600.
*
Meses más tarde ocurrió el desquiciamiento más terrible, la primera y más dramática de las crisis. Fue cuando tomó la orinosa peinilla y arrebatadamente arremetió quijotilmente contra el grueso tronco del algarrobo, como si quisiera emular al otro anciano histórico, verdadero general glorioso, nativo del lugar, que en sus últimos tiempos, un poco trastornado, al narrar su participación en las batallas, tomaba el jebe y les decía a sus nietos:
— Así mataba yo a los enemigos-. Y esgrimía el garrote como un mandoble, desguazando todo cuanto se le atravesaba en el camino.
Afortunadamente, el General sólo la tomó esa vez contra el algarrobo que ahora exhibe las anchas cicatrices logradas en su pasiva resistencia. Sólo una baja hubo que lamentar. Camayo, el loro parlanchín, que desprevenido descansaba en uno de los nudos del tronco.
Creía yo que su silencio, su actitud siempre meditabunda, era señal de haber superado el inmenso dolor que lo embargara con la muerte de la hermana. Esos meses habían transcurrido pasivos, serenos; la Niña Rebeca venía frecuentemente y le brindaba alguna atención: le remendaba las medias, le pegaba botones al saco, ole traía alguna chuchería, un dulce, arepas rellenas con chicharrón, una taza de sopa, comidas, que ambos compartíamos pacíficamente. Había días en que el recuerdo de la Niña Chechita se hacía imperioso, y de sus ojos brotaban lágrimas copiosas; yo al verlo así tampoco podía contener las mías, y ambos nos sentíamos acongojados por la ausencia de quien he dicho.
La Niña Rebeca, la eterna novia, no duró mucho. Un día se puso a tostar café, y, con su salud quebrantada por un ligero resfriado, decidió tomar un baño: dicen que todo esto la empeoró... Pero yo no recuerdo cuándo ni cómo me enteré de su desaparición. Ahora, con los años transcurridos, su casa abandonada ha venido derrumbándose. Los vagabundos que eventualmente caen por el camino de Las Galeras al pueblo, por los derroteros que llevan hacia el centro, a veces invaden el zaguán única parte de la casa cuyo techo se conserva firme todavía y allí pernoctan y hasta pasan algunos días en él.
La inexplicable depresión moral que se notaba en la antes espiritual Niña Chechita, y los ahogos de que continuamente se venía quejando, parecían no preocupar mucho a don Ángel.
-Ángel querido, siento que esto se me va poniendo mal, muy mal… -Le decía la Niña—. Es bueno que nos vayamos preparando…
-Eso es asma. —Interrumpía él, como queriendo alejar funestas preocupaciones; y corría a darle cucharadas de un jarabe de tolú e ipecacuana, un lamedor, que le había preparado para él don Aniceto Méndez, en un frasco bocón, color de ámbar. Con ellas se distraía un poco el ahogo; en realidad, la Nina8 no presentaba expectoración alguna, pero, tomando el lamedor, aminoraban sus ansias mortales y abrigaba ella esperanzas de pronto restablecimiento.
Una mañana bulliciosa, en que había una bandada de pericos ladinos, acribillando con sus picos los frutales del solar vecino, y con sus chillidos todo el ámbito del barrio, entre las variadas tonalidades del ruido, todo el pueblo distinguió los gritos destemplados de don Ángel, corriendo desesperado por la calle:
-¡Ha muerto!, Se me murió Chechita, mi hermanita, Dios mío; ¡ha muerto!...
Lo recuerdo como si aún lo estuviera viendo en su desaforada carrera, tocando a las puertas de las casas, llamando por sus nombres a los vivos que todavía quedaban en el pueblo, y también a los que, él sabía, ya habían abandonado la villa o se habían muerto de mengua, como susurraba don Aniceto:
-¡Que asma ni que canijo!, Blas; de mengua... Chechita murió de mengua. Y de mengua, sino de paludismo o tuberculosis, nos moriremos todos en este “confisca” pueblo.
El General, en franela -como la que usa don Aniceto-, de mangas largas, ceñida a la floja musculatura del tórax, agitando el saco de dril que ni siquiera había intentado ponerse, se exhibía por la calle despojado de su altanería, de su rancia prestancia y de su pose marcial de soldado de fantasía.
No pensé nunca en que éste sería su comportamiento si lo fatal ocurría. Imaginé siempre que, si la señorita Chechita se nos iba primero que él, él conservaría impertérrito su tiránica frialdad de los días anteriores, ese su como matiz de indiferencia y reciedumbre de las estatuas; esa sequedad de carácter mostrada ante los infinitos afectos prodigados por su insuperable hermana; ese gesto como de estudiada indolencia que trajo del Castillo, que es verdad, jamás significó decadencia de su rebeldía. Mas, no fue así. En ese instante, pienso, él traicionó esa fortaleza de que hablan los cronistas, esos ejemplares actos cotidianos de que yo fui testigo en los innúmeros ratos compartidos en el solaz dé la fresca, bajó la sombra del algarrobo.
El, creo, nunca imaginó que ella pudiera adelantársele. Creo que, quizá, guardaba en su siniestro interior, que jamás pude comprender, la esperanza de torturarla con la visión de su propio espectáculo mortuorio; ella, enterrando a sus familiares; ella, siempre sola, en el vacío agigantado de la casa; ella, la verdadera mártir, la prócer, la doliente; ella, la dolorosa, ya sin ninguna esperanza en la vida.
Creo que el General, quien tal vez nunca vio la sangre derramada en los combates, que ni siquiera vistió jamás uniforme de recluta, como bien lo diría el cronista, tampoco se había, demudado, ni consternado antes, por la desaparición de los otros miembros de su familia. En fin, creo, que sus afectos por la Niña eran sinceros, sólo que él era incapaz de expresarlos. En ella debió de cifrar el amor de la madre que -igual que yo- vio partir demasiado pronto.
Todo en ellos fue frustración. El proyecto envejecido de la Niña Chechita de casarlo con la Niña Rebeca, su casi coetánea; y que el carácter arisco del General, misógino irreductible, rechazó desde la misma adolescencia. La Niña Rebeca también abrigaba tal esperanza, convencida de que, para ella, éste era el único partido 'honorable' que quedaba en el pueblo. Durante toda la vida fue ella fiel a ese amor jamás declarado.
El anhelo de vender la casa e irse a vivir a Valencia o a Caracas, donde ambos tuvieran mejores oportunidades y otras alternativas económicas.
Todo eso podía ser efecto del estigma dictatorial; esa reconciencia de los hombres martirizados, acosados hasta por la misma maledicencia poblana.
La Niña Chechita me contaba de un primo de don Aniceto, de quien todos en el pueblo se alejaban y escarnecían porque había "corrido la bola" de que él era 'mabitoso'. Un buen día don Franco Illas, hombre culto, medio poeta, medio músico, decidió abandonar el pueblo, mudándose a Caracas, donde no le perseguiría el baldón de "pavoso" que te atribuían sus paisanos. Años más tarde se supo que don Franco era rector de uno de los más prestigiosos colegios de la Capital, reconocido como maestro eficiente y admirado y respetado por todos.
Por eso, pensaba la Niña Chechita, pudieron haber intentado el cambio de vida en otra región.
*
Después que regresó del Castillo, la vida del General se redujo al ámbito de la casa. Casi no salía a conversar con sus viejos amigos: su mundo éramos la Niña y yo, y los animales que criábamos. Así, si su vida se había llenado de la terrible experiencia de la prisión, ante las alternativas de la modorra llanera parecía ante nosotros vacía, a pesar de la actitud de pensador, de intelectual.
La Niña fue para él como esos troncos a los cuales se aferran los náufragos, y a los que, una vez divisada la costa, menosprecian por pensar en que ya el peligro de la alta mar ha sido superado. Y, una vez abandonado el tronco a la deriva, una resaca los arrastra de nuevo mar adentro; entonces el sosiego y confianza que el tronco y la vista de la costa habían deparado, se desvanece, cunde el desconsuelo, toda la fisiología se descontrola: el naufrago está irremediablemente perdido.
En ese tiempo, yo no llegué a pensar de tal manera. Es ahora cuando recapacito y trato de comprender mejor y lograr una explicación ajustada al raro desquiciamiento del General: esa mañana al levantarse extrañó que, como todos los días, no estuviera esperándolo en la mesa su sencillo desayuno —huevos, queso rallado, mantequilla y arepas, ni estuviese puesto el inmaculado mantel de la mesa grande en que antaño se juntaban todos los miembros de la menguada familia. Mucho más, que la Niña no estuviese levantada. La llamó, y al no recibir respuesta, fue a su cuarto. Allí, ella, angelical, muy acomodada, como si alguien la hubiera arreglado; ella, allí, con el callado ímpetu de su lejanía, decretando la terrible y definitiva soledad del hermano, pura, inmóvil, dejándonos a los dos huérfanos, desolados.
La figura escuálida de don Ángel, dando carreras desaforado por la calle, tocando a las puertas de las casas vecinas y llamando, indistintamente, a los vivos que aún quedaban en el pueblo y a los otros que ya habían partido por distintos derroteros, parecería una escena ridícula, si no hubiera sido porque no se trataba de él solamente sino del acontecimiento que perturbaría su idiosincrasia para siempre: la muerte de la Niña Chechita que : nos negaba, también para, siempre, el halago de su carácter y de sus golosinas, infinita dulzura de recuerdos para et melancólico pueblo.
*
Esa otra vez tuve que correr demasiado. Abandoné el pueblo y me oculté durante toda la tarde en los mogotes del río. No quise irme a casa, con mis hermanos, por el temor de involucrarlos y alentar en el General el capricho de agredirlos a ellos como pretendía hacerlo conmigo, considerándolos sus enemigos en una ardua guerra de los tiempos de la caballería, concebida por su febril y quijotil imaginación.
Cuando esto principió, pensé que se trataba de una tonta ocurrencia, uno de esos estúpidos juegos a los que se aficionan los hombres sin oficio del pueblo: tomó uno de sus bastones, un pesado jebe de castor, me lo puso en la mano y después de espetarme un discurso incoherente, recalcó:
—Y ahora defiéndase, Blas Manuel… ¡Defiéndase, le digo! ...
Seguidamente inició un ataque suave, como preparación, como para que yo me pusiera en guardia o provocar mi defensa en los términos en que él planteaba el combate. Durante un buen rato, inocente y timorato, accedí al juego. Pero a medida que transcurrían los minutos, yo lo veía más fogoso, más ardoroso, más sañudo, como si realmente tuviese frente a sí al enemigo. No supe cómo logré hacerlo, pero me defendí valerosamente, como lo hubiera hecho con uno de mis pares, rechazando ágil sus puyazos o estocadas y sus golpes de mandoble persistentes, hasta que, no pudiendo resistir más, le grité:
—Ya don Ángel, no más... No aguanto..., ¡por favor!
—Entonces, malandrín, -vociferó él- dése preso...
No hice más que-sonreír; pero él no. Severo se me acercó, me quitó el garrote y lo puso sobre la viga de la que pendían los colgaderos" del chinchorro, Y remató;
-Está bien. Por esta vez lo perdono. Tiene la libertad. Pero váyase preparando para la otra batalla...
Como yo no tenía a quien contarle ese exabrupto, aquella extravagancia del General,» me ponía a pensar si lo hacía en serio o en juego, y, si era un juego y él me lo confirmaba, yo —pensaba— no tendría ningún inconveniente en secundarlo. Pero, y si -como comprendí días más tarde— era locura... No me cupo la menor duda* pues, de que en la 'azotea* de don Ángel algo andaba lamentablemente descompuesto.
Cuando, en otra batalla, casi me rompe la sien izquierda con su bastón, decidí no seguir en tales torneos.
-Don Ángel, mejor dejemos eso... Usted me tira muy duro. Me está doliendo la cabeza por el garrotazo...
—Guerra es guerra. —Me contestó, manifestando su desagrado por mi observación y queja.
—Usted es el enemigo, y el enemigo tiene siempre que presentar batalla cuando se le desafía.
—Pero, mire, don Ángel, es que el juego…
— ¿Juego?, ¿has dicho juego?...
— ¡Bueno!, este...
— ¡Lo que estás buscando es que te muela a palos, malandrín!
Ese fue el día que tuve que correr hacia el monte, hacia las márgenes del río. No obstante, pronto fue declinando ese capricho, esa manía, quizás porque realmente me necesitaba para otros menesteres y comprendía que yo podía írmele de la casa el día menos pensado. Sólo hay que estar en guardia con él, porque ocasionalmente le vuelven los arrebatos, y torna a desainarme.
Viejo, Holgazán y sarnoso, Como tú, el perro, casi como yo, no para en la casa. Poco a poco se ha ido alejando de nosotros, como buscando su propia vida, con la jauría de los demás perros realengos del pueblo. Hay días en que vuelve como nostálgico de los buenos viejos tiempos. El General lo maltrata quizá por sus achaques y la fea apariencia de su pellejo, o, simplemente, por su notoria inutilidad. Cuando lo ve dentro de la casa, busca el 'mandador´, un rebenque de tiras de res enceradas insertas y anudadas a un chucho de castor, y lo azota impío.
Por temor al injustificado castigo, el can, en la casa, dormita silencioso sobre los sacos vacíos y semipodridos del caney.
Toda la vida de la casa se ha trastornado; y ahora, más, con los males del General ¡Vida de perros! Pero yo siento la pesadumbre de haber tenido que tender la mano; mientras la recoja con orgullo, algo ha de volver a mis esperanzas de una vida más dichosa.
*
EI sueño, martín-pescador en mi conciencia, se marguye buscando presas, imágenes, de colores musitados para satisfacer mi consternada circunstancia. El sueño, magia y aliento de mis instantes áridos, es la otra vida correal de las angustias.
De pronto vivía yo solo en el pueblo. ¿Cómo, cuándo desaparecieron los otros? ¿Acaso puedo explicármelo? Si murieron y los enterraron en cajas mal claveteadas, como a la Niña Che-chita, o si una noche cualquiera decidieron desertar irrevocablemente sus casas y amanecer revestidos de otra indumentaria y color de la piel en algún lejano lugarejo, ¿quién podría decirlo, contármelo alargando las palabras como para denotar con ello la amargura de la soledad y el destierro?
No me imagino cómo don Aniceto se volatizó con botica y todo, como su pariente; cómo aquellos otros seres indefinidos de rostros carcomidos por el olvido y la bruma, no resurgen en mis evocaciones, en el aire de sus nombres pronunciados en voz alta y estentórea por el General. Todos desaparecieron; hasta los, techos parecen desleírse en el, agua verdosa de la llovizna persistente. Las piedras y los ladrillos de la calle yacen ocultos entre las malezas que brotan sobre sus junturas. Un alarde de selva inextricable es la plaza, agrietado el pedestal, desaparecida también la estatua, seco el samán bajo el cual distraían Sí ocio perenne los hombres huecos, contándose, mutuamente, cómodos, historias siempre repetidas, de cuya verdad todos recelaban o se sentían protagonistas o testigos, porque allí se recordaban conflagraciones famosas como la que se decidió en el sitio de Loma del Hierro, en la cual se puso de manifiesto el heroísmo de Brizuela, Faneite, el Chingo Olivo y otros que ¡vaya usted a saber quiénes fueron!. Y otras del siglo pasado en la que el mismo General Synalas - cosa increíble porque, para entonces, él ni habría nacido— había participado.
Yo deambulaba, con hambre y sed, íngrimo y solo por el pueblo terrible e inexplicablemente solitario. Pero, eran refracciones del sueño, y hay sueños que duran tanto que se hacen carne de la realidad, que se injertan en el mundo cotidiano y se lo devoran, y van sustituyendo vertiginosamente el color rupestre de la villa y nos planta ante sus cambiantes monumentos de terror, solos, íngrimos, anhelantes, sudorosos en las proximidades de regreso de la razón.
*
Después de aquella desesperación inicial, el General no se recluyó. Todo lo contrario: comenzó a concurrir más asiduamente a las tertulias bajo el samán. Todos ya sabían "que dentro de él algo se había hecho trizas, algo se le iba poniendo piche y posmo. Pero, ¿quién allí no estaba también en descomposición? Sí él tomaba la palabra, los pocos hombres que con paciencia le escuchaban en la tertulia vespertina se interesaban en los detalles de sus viajes imaginarios a México o a Nueva York. ¡De dónde extraía tan vividas imágenes de la mecánica y opulenta urbe! y ¡a quién podría importarle eso! Era que todos, desahuciados de la ensoñación» por él, de él, plagiaban pretextos para abrir sus corazones y hablar desasosegadamente de acontecimientos que nunca vieron y de experiencias, jamás vividas; y, todos a la vez, pretendían adelantarse en la confidencia, empeñada la fe, para corroborar que sí era así y que todo lo que allí se comentaba no podría ser de otra manera…; porque la fantasía» único alimento espiritual, era acicate de ardores seniles, y los animaba, a aquellos restos de hombre ávidos de vida todavía, a vencer el desconsuelo y a disfrazar la mentira de sus decadentes existencias.
Las consejas que tienen fundamento en la verdad histórica, a veces, hieren la imaginación y la fantasía, y trastruecan el piadoso sentido humano de la correalidad estética. Anhelosos, los restos de .hombre poseídos del don imagínico, vuelan por los extraños parajes oníricos en alados Rocinantes, en Clavileños, en Pegasos; flotan como vacías burbujas en el aire simple e inerte.
- ¡Dios mío! -Gritaba el General. — Telmo, Ramón, Manuel, Secundino, Luis, Aniceto... ¡Por Dios! ¡Mi Chechita ha muerto!... ¡Está muertaaaa!...
Eso tal vez era el principio. Un comienzo justificado y pesaroso. Sí; hasta yo daba carreras esa mañana, y si no acompañé al General en sus lamentos era porque me daba cuenta de que en verdad no había por qué hacerlo, pues ¿a quién llamar que no estuviera ya en los corredores y cercanías de la casa, atraído por la temblé noticia que voceaba el General?
La Batalla del Algarrobo, que culminó con el injusto ajusticiamiento del noble Carruyo; única voz que alegraba la casa con sus obscenidades y carcajadas, en la que se adivinaba la sutil presencia cíe-la difunta Niña, signó la gravedad del General. Esa vez, también fueron sus clamores los que alertaron a la gente; todos corrimos a ver lo que ocurría: debajo del gigantesco árbol, aquél daba saltos como los de un esgrimista, golpeaba de plan o arremetía de punta, con la peinilla desenvainada contra la corteza del algarrobo, al que afrentaba de viva voz como a su más despiadado y cruel enemigo imaginario. Ya hubiera querido estar el dictador en la carne inocente del comprensivo vegetal.
Ocasionalmente, con increíble agilidad, esperpéntico, lanzaba estocadas al vacío» hacia otros presuntos infieles que saldrían en defensa del algarrobo.
Entonces, empecé a reflexionar y a vivir más hondamente mi propio pensamiento:
— ¡Menos mal! -Creo que me dije. —Ya no soy yo el enemigo: si hoy muere en la concha de la mata, y con Carruyo, toda la morisma invasora, mis enemigos también serán derrotados.
Supongo que los otros, en el pueblo, pensaron acerca de la in-conveniencia y peligro de la eximía actitud del General. Y todos, ante el deplorable acontecimiento, vivían sumamente preocupados. Sin embargo, no fue siempre así. El temperamento del General era cambiante, versátil: unos días aparentaba haber vuelto a la razón, y otros se hundía en lamas oscura de las melancolías, o me provocaba a sus singulares combates, en los que yo, al principio, sin comprenderlo bien, le llevaba la corriente.
*
Don Ángel regaló, tiró o quemó casi toda la herencia que nos dejó la Niña Chechita: las imágenes, los santos, escapularios, novenas y demás objetos sacros del pequeño santuario; Eliminó con creolina el olor profundo, como de iglesia cerrada, que no-taba en el ambiente, y que era preferible al de la creolina. Todos los olores dejados por la Niña Chechita —el dulzón de las esencias de vainilla y de almendra, de la canela y el anís, más el de sus santos y viejos trapos- se esfumaron, como el pueblo en mis pesadillas. Y yo pensaba que, aun después de la muerte del General, invadiría la casa su asqueroso tufo de viejo regañón, enfermo de hemorroides, y que, cada mañana, tiránico casi, me obligaba a botar en la letrina la bacinilla con su hienda sanguinosa.
- ¿De qué nos sirve la existencia si la desperdiciamos en causas sin remedio? -Me regañaba don Aniceto, al verme llorar, convencido de que yo lo hacía porque abandonaba aquella casa en que había crecido, y paso a paso íbamos camino de la suya. –Lo mejor es que te quedes conmigo, mientras se enderezan las cosas; y así, entre tanto, puedes ayudarme en la botica…, en algo; no importa lo poco.
*
Ese fue el día de mí ruidosa derrota, el día en que yo no pude entrarle a la bacinilla del General, Si algo me afectaba, eso era el radical cambio en mi rutina y en los menesteres que cada día inventaba para mí el General: de vendedor de golosinas devine en escudero, 'mozo de alcoba', ordenanza y malandrín.
— ¡Ordenanza! —Espetaba, haciéndome levantar muy temprano. -Venga para que me bote esto...
O me pedía que le quitara o le ayudara a poner las botas, según las circunstancias. Me podía dar cuenta claramente de que aquel, su único, par de botas tenía los días contados. Tiempo más tarde le vi renunciar a ellas por la comodidad y holgura de las alpargatas.
Otras veces le había realizado yo, sin chistar, diversos oficios, desagradables. La razón; yo justificaba con ello, o creía retribuirle al hermano de la Niña, el gran favor de tenerme en su casa y permitirme seguir ocupando el mismo cuarto y cama que ella, -desde la misma época de la prisión de don Ángel, me asignara para que le acompañase y atendiera en la casa. Todavía muy pequeño, yo escuchaba atento la relación de los trágicos hechos:
—Llegó el Roque ese, y entró a la casa; entonces encontró a Ángel dispuesto a irse preso con él; llevado por él; quiero decir… Entonces, rudo, el muy malagradecido, le ató fuertemente las muñecas, con un mecate viejo, con el que siempre amarraban a los presos; y entonces, a empellones se lo llevó de la casa para la Comandancia, y eso que lo conocía desde chiquito. Después lo metieron al calabozo, y de allí entonces, lo treparon a un carro de mulas, junto con otros presos que traían de San Carlos...
Y cómo se quedó ella sola, llorando, a la espera del día de su retorno, enviándole de vez en cuando -como comprobaría el cronista- "su pan de cárcel al Castillo de Puerto Cabello".
Enterándose, por las cartas que a ella le dirigía el mismo cronista, del curioso anecdotario del hermano, que antes que hacerla reír con tantas ocurrencias, le arrancaba sollozos incontrolables y muchas lágrimas.
El verdadero cronista A. R., su compañero de celda en el Castillo lo corroboraría todo, como testigo fiel, presente, constante; y comprometido con la gesta del General Synalas.
"Un día el general se cayó de una hamaca mal colgada por alguien del grupo. Dio con sus huesos en el piso y no se quejó.
— ¿Qué le pasa, mi General?-, le preguntó alguien al sentir el golpe y verlo en el suelo envuelto en la hamaca, e intentando socorrerlo. Y él;
- ¡Nada!, no señor. ¡Nada!-, respondió con tono enfático. —Simplemente que acabo de cambiar de posición”.
*
Mi insatisfacción por la tarea matinal que me asignó, se fue convirtiendo en rabia reconcentrada, creciéndome en el rechazo de todo cuanto antes había admirado en él. Era una ira de movimiento uniformemente acelerado, incontenible y peligrosa; que me hacía enfoscarme en el más descarado desprecio, contribuyendo a que perdiera la confianza en todo y en todos, hasta en mí mismo... No sé de qué hubiera sido capaz si…
Y todo concluyó en la fecha en que no pude aguantar las exhalaciones putrefactas de la bacinilla; en que no podía entrarle sin que me provocara vómitos...
— ¡Qué va, General! hoy le toca a usted mismo. Eso "jiede" mucho... ¡Ni de lavativa que yo entro al cuarto!...
— ¡Que me la bote, cara!...
—Pero, mire, General, es que no le entro... Me dan ganas de...
— ¿Que no? ¡Ya vas a ver!...
Y yo, ¡que no y que no! Y él, que casi se me viene encima, cuando…
— ¿Qué te ocurre, Ángel?, ¿qué escándalo tienen ustedes, ah?
— ¡Guá!, cará... Este malandrín que se resiste a hacer los oficios y se me subleva en mis propias barbas.
Yo gemía tratando de hacerle comprender a don Aniceto lo de la bacinilla.
—Pero sí es verdad, Ángel. Si hasta aquí pega el olor. ¿Cómo le obligas a eso?
La llegada oportuna del boticario decidió la confrontación. Considerándome derrotado, me retiré a mi cuarto y líe mi petate.
El tiempo pasa volando. Por mucho que quiero, no puedo recordar el gesto del General, si es que alguno me puso, cuando, al igual que Como tú salía por el portón de campo con el rabo entre las patas.
¡Qué frías las noches dormidas en la botica, detrás de la recetura! Justo sobre el chinchorro que allí me colgó don Aniceto, cuando llovía, me caía una gotera. Meses más tarde se planificó y concretó mi viaje a Valencia.
Allá sentí la nostalgia. Yo creí que era sólo el anhelo de perpetrar mi venganza en el General lo que me impulsaba a regresar. Pensé que si no venía a sublimar mis violencias íntimas en el misma pueblo en que se engendraron, mi fe, mi confianza en los nombres se perdería, y ya no tendría ningún otro asidero en la vida. A mi regreso me ingeniaría para nacer que don Aniceto me comprendiera...
Mis hermanos vendieron la casa y se fueron a cumplir el servicio militar. No los he vuelto a ver. Solo, sin más compañía que mí reconciencia, el silencioso afecto de don Aniceto pudo hacerme volver a visitar al General, sin intención retaliativa.
— ¡Compréndalo, Blas..., él no tiene la culpa! ¡Quién no; en su mismo caso, con todo lo que ha vivido no se trastorna!
He vuelto a ocupar el mismo cuarto. Le ayudo en cuanto puedo, y de vez en cuando le echo también una mano a: don Aniceto que cada vez se está poniendo más achacoso. Dios proveerá.
*
Las crisis le vienen ahora con más insistencia. Pero también se le bajan pronto. Yo he renunciado a dar la batalla definitiva. Mi viaje me hizo variar un poco en mi modo de pensar, y yo no me había dado cuenta de ello. He roto mis planes, y relegado todo conato de oscura beligerancia por la desquiciada conducta que el General me muestra a veces, cuando se convierte en esa cosa militar y terrible.
Si me necesita realmente, voy a él, solícito. Ya no se atreve a .humillarme, y me pide, casi suplicante, ya apagados sus arrestos y ardores bélicos:
—Mañana, Blas Manuel, vamos a limpiar el jardín…
Pero, él apenas me ve escarbar con la escardilla y, con la chícura, arrancar las raíces más profundas, en ese mismo jardín en cuya cerca de tablones y cañizo, se tejía la verdura de una hipomea: sus flores azules eran breves espejos de cielo, trocitos de aftil curiosamente recortados, con que alguien premiaba la diligencia de la anciana.
Para él es el mismo jardín en que —como ahora abrojos y rastreras y pasote y borrajón y llantén- antes crecían dalias y rosales y gladiolos, y una sugestiva mata Se saúco, con cuyas flores, la Niña me preparaba infusiones para refrescarme las fiebres.
Su no fuera por todo esto, ¡quién pudiera haber aguantado la vida ajilada de este pueblo! Pero, no se pueden abrigar muchas esperanzas.
La nueva manía del General es imitar al decrépito Roque, Saca su silla y se sienta a ver caer la tarde, como si vigilara los Cotejos. Los bachacos, que cruzan la calle cargados con anchas hojas, se hunden en un hueco reciente que hay bajo la acera. Los pericos pasan en bandadas raudas y bulliciosas sobre la casa. La calle está siempre sola. Y el General, reconcentrado, a veces se molesta si algún viandante desapercibido osa saludarlo o mirarlo con curiosidad.
*
No sé si en su atormentada idiosincrasia el General logró comprender la magnitud de los acontecimientos.
El cielo de diciembre, brillante, era un trozo de sulfato de cobre recién partido. Ni una sola mancha de nube, ni un hálito cálido movía las crespas ramas del tamarindo, ni el majestuoso follaje del algarrobo. Creo eme yo soñaba con los ojos abiertos. Ante mí la figura hierática del General, vestido otra vez con su raído saco de dril, la peinilla terciada con una cinta descolorida que alguna vez fue amarilla. Y supuse lo peor; un extemporáneo desafío a singular batalla.
— ¡Cónchale!, ¿otra vez? -Pensé (o le dije), ¡no sé! Y él a mí:
-Le comisiono para que vaya a la Jefatura con esta carta, y me le dice a Froilán, que yo le mando a decir que el General Ángel Ruperto Cuervo Lugo 'no hace una guerra que antes no haya declarado'* Que se rinda y entregue el mando o voy yo mismo a despojarlo.
¡Que le íbamos a hacer! Viéndolo así a punto de una nueva crisis» y siendo yo su más cercano sarraceno, tomé la carta sin pensar en la fuerza de mi impulso que pudiera dar con el General en la tierra, y salí a toda carrera de la casa. Me acordé de una vieja sentencia que dice: "donde no basta la piel del león hay que coserse un retazo de la del zorro"; y fingí seguirle, otra vez, el alocado juego.
Ya en la calle con aquel papel en la mano, vi gente que iba presurosa hacía la plaza; don Aniceto, don Yino, don Juvenal, don Abilio, muchos, mucha gente más que» últimamente, casi ni salía al portón de sus casas, concurrían exaltados a la plaza. Gritos jubilosos, gritos exasperados, gritos en que se adivinaba el desbordamiento de una pasión largamente constreñida, silenciada, un barullo inaudito me hizo vacilar.
— ¡Mueran! ¡Abajo los “camaleones”!...
— ¡Viva la libertad!...
Alcanzaba a percibir en el griterío que agitaba violentamente la calle que antes era de denso cristal de silencio.
Me entró miedo, comprendiendo el asunto de que se trataba, por la actitud en que dejé a don Ángel. Si se le ocurría salir con su oxidada peinilla y sumarse al tumulto, lo más seguro sería que tratara de avanzar contra la Comandancia y convertirse en la primera víctima de la violencia desencadenada.
Como otros zagaletones, yo avancé a la zaga, con tímida curiosidad, tratando de averiguar en qué iría a parar todo aquello. En la plaza había gente forastera; pero ni Roque, ni don Froilán Irigoyen, el Jefe Civil, ni el Comandante Misael Mieres se veían por ninguna parte. Por vez primera en mi vida oía palabras altisonantes, vehementes» ante aquel grupo escuálido que se iba convirtiendo en multitud, muchos de los cuales antes sólo se ocupaban de chismes y chascarrillos. Entonces, me dio mucha tristeza el pobre don Ángel; ¡tanto sufrir por la libertad! ¡Tanto que él declamaba palabras impostadas como esas que en la plaza se decían, y ahora vivir ajeno de sí mismo, sin poder participar del acto que hubiera acrecentado su gloriosa gesta!
Alguien, jocudamente, dijo:
—Ya esos muérganos deben de ir bien lejos... A la democracia no la para nadie.
—Me voy y fe cuento al General, me dije, y regresé corriendo a la casa.
—Y ¿qué? Blas Manuel, -Me preguntó al verme.
- ¡General!, el enemigo ha huido y ha abandonado la plaza. De modo que ya no hace falta combatir.
— ¿Qué no es necesario?...
—No, mi General… Guardemos la espada, y venga usted conmigo para que lo vea.
Lo traté con mucha diplomacia: lo desarmé, guardé la peinilla, y salí con él, tomado del brazo, hacia la plaza. Los oradores estaban roncos de tanto hablar. Puse al General bajo la sombra de una mapora y allí estuvimos hasta que a media tarde la multitud comenzó a dispersarse. Después, también nosotros volvimos a la casa. Don Aniceto nos acompañaba y hablaba serenamente con don Ángel. Caminando, paso a paso, yo volvía a soñar.
El campanario tiene un son de oro y plata. Hay vida, nueva en el puerto. En la casa, el General y yo, en santa paz, sentimos que las cosas muertas resucitan, religadas a nosotros, y se adaptan de nuevo a la vida de la casa. Hay como un afán de los tiempos de locura disipados en estas altas y gruesas paredes, El techo todavía fea de resistir el peso de los años..., Pero, el General, ya sin enemigos, sin cercanos fantasmas, un día volverá a sonreír con risa franca y abierta, sin torcedores ni turbulencias anímicas, como jamás lo ha visto nadie después que se lo llevaron al Castillo. El jardín de la Niña Chechita tendrá renacido, fresco y florido su seco rosal; y el saúco disgregará su fragancia y blancura; 3os botoncitos de cielo del miosotis caerán del tiesto sobre las margaritas, y los claveles de todos los colores y la yerbabuena, y todo, volverá a esparcir su inefable aroma por todos los ámbitos de la casa.
El General absurdo y lejano todavía sigue allí…
*
Quienes ocasionalmente pasen por la calle desierta, podrán verlo, al General allí, sentado en su silleta, vigilante, o inquieto caminar de un lado a otro del patio, o, detenido sobre el umbral del portón de campo, con su bebedizo de llantén en pleno mediodía, o cuando el calor de la tarde comienza a apretar, darse, vestido sólo con sus calzoncillos de crehuela, su baño de borrajón; ponérsele verde la barba, todo su pecho velludo chorreando un limo espeso como de aguas empozadas.
Como le veo cometer tantas tonterías inenarrables, cosas que han sido mejor nunca las supiera su verdadero cronista, lamento la ida irreversible de la Niña Chechita, Sin embargo, ya no intervengo para nada, ni trato de influir en la .conducta versátil del General. Al fin y al cabo, aquí vivimos casi sin testigos. Si algo aprendí de mi sacrificado padre fue que uno no debe pretender enderezar lo que, torcido, anda bien.
No enmendar errores pasados, Y seguirle el juego en sus manías cotidianas, para verle otro sentido al tiempo.
A veces, como si estuviera realmente cuerdo, va al monte y corta manojos de albahaca que cuelga del techo, rompe uno de los antiguos espejas que celosamente guardaba la hermana y pega los añicos en las puertas altas y en las vigas del corredor y de los cuartos, para ahuyentar a los murciélagos que están invadiendo paulatinamente la casa, y no lo dejan conciliar el sueño. Pera es que el duerme poco. Por eso yo lo hago con la puerta bien atrancada.
Esté donde yo esté, evadiendo cualquier reacción imprevista ha habido veces en que he oído sus alaridos de terror, o su susurro que se convierte en jadeo, y la voz sosegada que parece conversar con antiguos camaradas redivivos.
El pueblo parece como si estuviera desierto. Nadie, casi nadie anda por las calles. Pienso que ahora, aquí, sólo quedamos el General y yo. Ocasionalmente algún viajero pernocta en el zaguán de la casa de la Niña Rebeca. Y nadie más. Ni siquiera el viento se anima a gemir en las casas vacías.
Ignoro si cuando él se muera también yo desertaré el poblacho. O si, como él y como todo el resto de los poblanos, encerraré mi sorda modorra en uno de estos caserones solitarios.
Mientras tanto, comparto el absurdo de mis ensoñaciones con sus momentos de lucidez que día a día se- reducen más, y me cuido sistemáticamente de sus arrebatos. Ya casi puedo predecir sus momentáneas crisis; algunas veces lo domino convenciéndolo; para que se retire a su cuarto; pero, por si acaso, hay veces en que prefiero pasar la noche fuera de casa, salgo por una calle dejando, que él me vea, como para que se imagine que voy a irme lejos, y entonces rodeo el caserío hasta colocarme exactamente en la parte opuesta a la vía que tomé al salir
Así creo confundirlo, no vaya a ser que, intempestivamente le vuelva la manía de considerarme su enemigo y salga con la peinilla a buscarme al campo de batalla donde yo durmiere desprevenido.
Allí sale otra vez…
APÉNDICES
HÉCTOR PEDREAÑEZ TREJO
Por Luis Bazán García
Publicado en Campo Abierto, Acarigua, 29 de enero de 1977; luego inserto en El Imparcial, de la misma ciudad, el 6 de abril de 1977.
Hace ahora unos diez años se hizo Héctor Pedreáñez Trejo esta pregunta premonitoria: ¿Podré resistir a la voz del 'insistente auriga' que me llama a otros ámbitos?...
Aquella interrogante, llena, de presagios espirituales, era una forma de definición que abría caminos interiores en su mundo intelectual, iniciaba entonces en Acarigua, desde las páginas del semanario El imparcial, de Manolo Escalona, el valioso trabajo que bajo el título de "Letras y Rostros" dejó inserta en el periodismo regional una fuente cultural que debe ser recogida para su estudio y revisión.
Estamos hablando del año 1967, cuando la voz de este intelectual cojedeño dejaba oir la sonoridad angustiada y agreste de su poesía, amalgamada en su terrón nativo: (Blanda greda del Tirgua, mi río provinciano) de modo tan profundamente visceral que carne y sentimiento quieren fundirse plenamente en la integridad de los "callados lugares" donde su espita humana abrió palabra y llanto:
Y mi voz que quisiera arrebatarle el tono a los cucaracheros que invaden los solares... De ese año data la publicación de su cuaderno de sonetos Mundo Muerto (Ediciones de El imparcial), donde está definido el atiento espiritual de su ancestro y el horizonte geográfico que le sirve para presagiar "en honda reciedumbre y sueño propio" los pasos ulteriores.
Antes había escrito y publicado Sonetos del Baño, la luz y yo (1964); Sonetos a Cojedes y otros poemas (1964); Valores estructurales en la poesía de Alfredo Arvelo Larriva (Cuadernos Literarios de la A.E.V. N° 127. 1966)
Mundo Muerto es un magnifica testimonio para el conocimiento humano de Héctor Pedreáñez Trejo porque en los versos su sentimiento habita el espacio físico que simultáneamente, con las motivaciones naturales, está "poblando de anímicos lugares" del poeta. De ese contraste anímico y geográfico nace la poesía cargada de recuerdos y angustia, de ligaduras ancestrales y ansias de liberación. Es, justamente, la lógica manifestación de su juventud (Pedreáñez nació en San Carlos, Estado Cojedes, el 27 de junio de 1935) en búsqueda de rumbos para las expresiones de la inteligencia y del espíritu.
Allí esté la presencia auditiva de la voz llamando a otros ámbitos que lo obliga a interrogarse sobre la capacidad de su propia fortaleza para abandonar "el paisaje de inmedible lejanía" de su región natal.
Es un recurso hermosamente logrado en la dualidad poética y descriptiva, donde se aprecia el rumbo intelectual y humano de Héctor Pedreáñez Trejo. Esto es, en la explicación esquemática, el hombre frente a la decisión inevitable y necesaria de romper el ligamen sentimental que lo adhiere umbilicalmente a su tierra, manteniendo siempre -ya poeta- la fuerza subjetiva de su venero interior habitando ese "mundo muerto" donde late perennemente la vida de su poesía y de su inquietud.
Otras obras de Héctor Pedreáñez Trejo son Cojedes, del mito al desengaño (1971) Profundo desamparo del Zodíaco (1972); Vida cultural de Cojedes (1976); la piel por dentro (1976); Mi menor sostenido (l977) ;(asimismo Los estudios históricos de la ciudad de San Carlos de Austria (1978) y Breve Semblanza de la ciudad de San Carlos (1978).
Todo ese, itinerario creativo está complementado por la actividad como profesor universitario y trabajos periodísticos publicados en distintos órganos del país.
Estos son los ámbitos intuidos en la interrogante a su sensibilidad e inteligencia. En toda esta sucesión creativa su tierra nutre el pulso de su sangre y se siente el nervio colectivo con fidelidad y belleza. El "mundo muerto'' es enunciado anímico para develar las frustraciones que ha padecido el lar nativo. Pero por dentro, en lo "firme del albedrío", en su potencial creador, es una viva llama la que alumbra las voces del poeta, del escritor, del periodista, del catedrático, del hombre...
Luis Bazán García
OTRAS OPINIONES SOBRE EL AUTOR
…Pedreáñez no se aviene al criterio conformista de tantos. Y en cada uno de los mil motivos que le sugiere el paisaje, su mirada penetrante encuentra una señal promisoria, una .palpitación auscultable, un motivo fundado para creer en la vuelta a la escena del Cojedes auténtico; que para él no es otro que la cuna afortunada de Eloy Guillermo González, Laureano Villanueva, Guillermo Barreto Méndez, Sixto. Sosa, José Carrillo Moreno, José Manuel Alegría y Francisco Miguel Seijas; entre otros cojedeños que dan a su tierra brillo y esplendor.
Fabián de Jesús Díaz. ''Vida cultural de Cojedes”. En El Carabobeño, 19-2-77.
Héctor Pedreáñez Trejo pertenece a las nuevas generaciones de escritores cojedeños. Se expresa maravillosamente y muestra en su labor un gran poder histórico que lo hace explorar el espíritu del pueblo que siempre estudia mejor en las personas que tienen en sí temperamento artístico.
…El libro de Pedreáñez Trejo (Vida cultural de Cojedes) es una botija rebosante de figuras cojedeñas, todas amables, todas gratas al calor familiar de quien se encuentra con los suyos.
Pedreáñez Trejo es un explorador que .experimenta placer al recordar días lejanos y hermosos, un pensador que medita como los antiguos pintores, que en el fondo forma parte del retrato y lo completa . . .Existe en este joven un lirismo y un ímpetu que se desborda en el amor que profesa a Cojedes.
F. Lavite Sosa. "Una región llamada Cojedes". En El Regional, Valencia, 22-2-1977
Un numeroso y altamente prometedor grupo juvenil labora en la tierra cojedeña en empeños de tan descollante significación regional. Héctor Pedreáñez Trejo se destaca entre los más esforzados y entusiastas, actitud que yo miro con simpatía e intuyo como ejemplo honroso y altisonante, que me induce a pensar, hablo con palabra de pedagogo, que cuanto, se siembra en un espíritu digno y propicio no es simiente que perece sino cosecha que se multiplica en la dulce vendimia de las grandes finalidades creadoras.
Adolfo Salvi. "Recuperaciones regionales". El Centinela, San Cristóbal, 4 de abril de 1978. p. 8.
Con su carga de sueños y su amor por la tierra nativa -es oriundo de San Carlos, donde nació el 27 de junio de 1935 -Héctor Pedreáñez Trejo es la expresión más viva de un trozo del alma de la provincia venezolana. Poeta sensible, de fácil lenguaje expresivo, cantor emocionado, aureolado de una deslumbrante sencillez.
Pedro Antonio Vásquez, “12 poetas venezolanos”. En: Miranda, Los Teques, 27 de abril de 1978, p. 23.
ALGUNAS VOCES INUSITADAS
(Regionalismos)
Ajilado: Ahilado, débil por inanición; avezado, rutinario.
Bachaco: Hormiga gigante, con tenazas, y de color rojizo.
Borrajón: Borraja.
Camaleón: Político versátil y acomodaticio.
Castor: Árbol de madera blanca y dura: abunda en las
Serranías del norte, en el Estado Cojedes (Venezuela).
Cañizo: Cerca de cañabrava, generalmente claveteada, si no atada con bejucos.
Cotejo: Lagartija.
Chícura o
chícora: Especie de barrena o desplantador plano, inserto como una lanza a un largo mango de madera
Enjoscado: Hosco, malhumorado.
La fresca: Las horas vespertinas en que amaina el calor
solar.
Mandador: Fusta, látigo hecho con tiras de cuero de res
seco, atado al ojo de un delgado bastón.
Marguyirse
o margüirse: Arcaísmo por sumergirse nadando.
Mapora: Chaguaramo.
Pasaboca: Golosina.
Peinilla: Sable. Especie de espada ligeramente curva, con adornos en el pomo.
Picapica: Ortiga.
Polvorosa: Polvorón, especie de golosina.
Rúscano: Alfondoque. Dulce que se hace con gelatina de las patas de res cocida y batida con leche y papelón, hasta formar una pasta esponjosa.
Silleta: Arcaísmo, silla de madera y asiento y parte del
espaldar de cuero de res curtido.
Transcrito por: Stephan Matute
domingo, 11 de octubre de 2009
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Hola qué lindo Stephan.. los felicito, Emma
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